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jueves, 7 de junio de 2012

He yacido en esta fosa







Henry Rivas Sucari









He  yacido  en esta fosa cuatrocientos ochenta y ocho años. Yo sabía que algún día me encontrarían, me desenterrarían. Si me preguntaran cómo puedo dar mi versión sobre el  tiempo, les respondería que fácil: la humedad, las lluvias periódicas y las épocas de sol las sentimos también los de abajo.

Yo he querido responderme a muchas preguntas todo este tiempo  mientras cada línea de mi tejido iba desapareciendo y haciéndose pedazos; cada vez que la humedad o la sequedad iban carcomiendo no solo mi cuerpo,    sino también mi espíritu.

Yo, Paul Selley, natural de York, fui asesinado por Percy Bunsey, en el año mil quinientos doce de nuestro señor.

 Cuando llegué a las Indias, que muchos ya consideraban un nuevo territorio, lo hice en una embarcación que siguió a las de Colón. Me contrataron como médico de la tripulación. Esta se  llamaba “El Lucidor” y estaba compuesta por españoles, ingleses, franceses, italianos y holandeses. Por supuesto, todos pilluelos, jóvenes y viejos recién salidos de las cárceles.

Presencié dos motines en los que degollaron a dos oficiales de la armada inglesa, y en los que cambié de jefe sin protestar. Mi condición de médico me proporcionaba una protección que no dejaba aliento para mi discusión sediciosa, pues cualquier bando que tomase el poder me necesitaría, así que tuve muchos trabajos: suturando  y cociendo heridas, cambiando innumerables vendajes, curando a un adolescente que fue violado una noche por treinta y dos  marinos, y por poco muere desangrado. Cuando llegamos a la isla Isabel la Católica, nos encontramos con que la guardia española no pasaba de doce sujetos que vivían como en un paraíso: mujeres exuberantes  y hermosas, comida abundante y fresca, y ese sol que nos llenaba de una energía afrodisíaca intensa. Yo mismo me enamoré perdidamente de una preciosa aborigen. Mi paraíso duro exactamente cuarenta y dos días, en los que me perdía en una de las innumerables playas  y lagunillas haciendo una y otra vez el amor con Batrica, que en su lengua salvaje pudo explicarme, con gestos y ademanes, significaba fuerza volcánica. Yo estaba enamorado de sus caderas sólidas y la apacibilidad de su rostro, de sus dientes blancos marfilados y sus ojos lánguidos, de su cabello moreno y sus piernas perfectas de color oscuro. Su compañía transformó mi frío espíritu europeo, hasta convertirlo en un volcán ardiente que se conjuraba al infinito armonizando con  su manera de besar, su boca caribeña y  ese sexual ardor tropical que me hizo tan feliz.

Pero la felicidad esta hecha para recordarla y extrañarla. El Capitán Villaescusa, jefe de la isla, se enteró que los españoles ya sabían que la  nave  había sido tomada por la fuerza, de una manera ilegal, indigna. Fue allí donde comenzó la cacería que involucró de una manera salvaje a los naturales, a quienes manipularon para una lucha sangrienta fratricida. Yo sabía que el capitán deseaba a Batrica, y me procuré tenerla siempre alejada de él. Sin embargo,  yo sólo era un médico (esta vez mi condición profesional no me sirvió para salvarme) y no sabía pelear. Fui capturado  junto a los integrantes de mi tripulación con el cargo de traición a no sé a que rey. Me habían capturado y encerrado en una cabaña mientras Batrica me hacía temblar con sus llantos, con sus gemidos, con esa  manera espantosa de preocuparse por mí, arrancándose los cabellos y lanzando alaridos junto a otras mujeres que presentían la partida ineluctable de sus hombres-dioses).

La madrugada del doce de octubre de mil quinientos doce, Percy Bunsey, pillo inglés, cumplió la orden de Villaescusa, pasando el filo de su  espada por mi garganta, mientras yo trataba, infructuosamente,  de desamarrarme la soguilla que me ataba al palo alto al que estaba sujeto. Recuerdo el cielo celeste, el rugir del mar al chocar contra unas rocas, mi lejana ciudad y su  aroma tan lejano, allá en Inglaterra, y sobretodo la mirada lánguida y triste, mezclada con una actitud de horror,  de mi único y gran amor... Batrica, mi amor, mi dulce Batrica.



Epílogo



Crónica del diario Arequipa al día, martes 18 de julio del 2000



(…)Continúan las investigaciones sobre el hallazgo del misterioso esqueleto hallado en República Dominicana por el arqueólogo Bertie Shelley. (…)


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